Superhombres en la historia: Horacio Cocles

24.06.2021

En los albores del siglo V a.C, Roma aún no era el imperio en el que todos pensamos sistemáticamente al echar la vista atrás en los océanos del tiempo donde ubicamos las culturas antiguas. En ese entonces, la ciudad eterna se conformaba por unos pequeños territorios anexados recientemente por la antigua monarquía, exiliada de la ciudad, y aún no había demostrado su superioridad en la Península Itálica. Rodeada de Estados más fuertes, Roma era a efectos prácticos el pez pequeño del estanque.

No solo eran con diferencia la ciudad más débil, sino que se encontraba amenazada por sus vecinos, los cuales habían comenzado una campaña militar en su contra. Liderados por el monarca Tarquinio el Soberbio, un ejército etrusco amenazaba a la nueva Republica Romana. Los romanos tenían dos opciones: avasallarse a un Estado más fuerte del cual conseguir protección, o hacerse ellos fuertes.

Las leyes en el mundo antiguo funcionaban de forma a diferente a como estamos acostumbrados a percibirlas en la actualidad, en ese entonces la única ley válida era la ley del más fuerte y como todos sabemos, la naturaleza no perdona la debilidad. Pasar a depender de la protección de un Estado más poderoso implicaba al pueblo entero perder toda su autonomía junto a lo más preciado, su libertad.

No había lugar para largas y tediosas discusiones ni para falsas estratagemas y juegos de poder tales como a los que nos tienen acostumbrados nuestros políticos de hoy en día. La República estaba siendo atacada y la única vía para arremeter contra este problema era la fuerza y el coraje. Roma necesitaba demostrar que el poder no proviene de la cantidad de efectivos, sino de la calidad de estos; lo que unos hombres con voluntad son capaces de hacer aun a pesar de las circunstancias. A efectos prácticos y tal como lo comprendían los ciudadanos romanos en aquel entonces, era una guerra por su propia existencia.

Y estos primitivos romanos iban a demostrar que provocar a un león acorralado nunca es una buena idea.

Corría el año 508 a.C. El ejército etrusco se hallaba a las puertas de una asediada y hambrienta Roma. Debilitada por la guerra y el hambre ante la quema de los campos circundantes de la ciudad, lo único que separaba a los etruscos de la victoria y el saqueo era el Puente Sublicio, una pequeña edificación de madera que cruzaba el río Tíber y dividía el territorio de los romanos del territorio etrusco. Si el ejército etrusco lograba atravesar este puente, nada impediría la toma de la ciudad.

Como decía Séneca, "ganar sin peligro es ganar sin gloria". Sin la existencia de un sacrificio, las victorias solo saben a ceniza y en ocasiones, ni tan siquiera llegan a producirse. Si Roma quería tener una posibilidad de sobrevivir, debía derribar el puente para impedir el avance del ejército enemigo. Evidentemente, los etruscos no iban a sentarse de brazos cruzados permitiendo esta acción y cuando las obras de ingeniería comenzaron, estos cargaron contra el puente.

La batalla era un auténtico suicidio, los romanos no tenían el número de hombres necesario para llevar a cabo la resistencia y huyeron en retirada. Era un combate imposible. Aunque a veces, lo imposible solo son palabras.

Todo se habría perdido en esa batalla de no ser por la fuerza y la voluntad de un hombre: Horacio Cocles.

Se puede decir que Publio Horacio Cocles tenía mucho que demostrar. Descendía de la gens Horacia, la misma familia patricia mítica que protagonizó el singular duelo entre trillizos en los tiempos de la monarquía primitiva que permitió a Roma conservar su independencia y llevarla a la gloria entre el resto de tribus rivales. La retirada era una opción impensable, Horacio Cocles debía encontrarse a la altura de sus antepasados, los cuales dieron su sangre y sudor por aquella ciudad. Debía luchar no solo por hacer perdurar Roma, también estaba en juego el legado que le había sido otorgado por los suyos.

El peso del deber de aquella titánica tarea recaía sobre los hombros de Horacio Cocles en mitad del fragor del combate. A pesar de las heridas, del cansancio y de la sensación de abarcarse a una muerte segura, los etruscos no debían cruzar aquel puente. Si la muerte le esperaba en aquella tarea, él estaba más que dispuesto a aceptarla.

Y fue en aquel mar de sangre y vísceras, combatiendo junto a sus hermanos de escudo, cuando el momento decisivo llegó. El puente era indefendible, la retirada llegó y sus aliados corrieron en desbandada hacía la ciudad.

Horacio Cocles mantuvo la posición.

Él sabía que de retirarse aquella ciudad que sus antepasados habían ayudado a levantar sería arrasada hasta los cimientos, sus mujeres violadas y sus hombres asesinados por el invasor. Aquella era la ley del mundo antiguo, no había lugar para la debilidad. De esta forma, él decidió sacrificarse por un bien mayor: garantizar la supervivencia de la ciudad con su ejemplo.

Situado en medio del puente como una estatua impasible, ensangrentado, herido y hastiado; Horacio Cocles se dispuso a guardar la retirada de sus compañeros, dándoles el tiempo necesario para demoler el puente. Los etruscos, borrachos de gloria, debieron correr enfervorecidos, motivados ante aquella situación en la que lo único que les separaba de la gloria y el botín era un solo hombre. No iban a tardar en averiguar hasta qué punto, como escribió Virgilio, la fortuna favorece a los valientes.

El fervor y la alegría no tardaron en convertirse en duda, esta en frustración y finalmente en temor cuando, oleada tras oleada, eran incapaces de atravesar el muro que era Horacio Cocles, como si una fuerza externa a este lo manejase dotándolo de un espíritu indómito.

Es fácil de contar, pero poco podemos imaginar nosotros lo que los etruscos sintieron en aquel caos que un solo hombre pudo crear. Uno a uno, aquel que intentaba pasar por encima de Horacio Cocles acababa ante sus pies o arrojado hacía el Tíber.

El puente finalmente cedió. Horacio Cocles había cumplido su labor. El ejercito adversario no pondría ni un solo pie en Roma.

A partir de aquí, hay diversas versiones de lo que sucedió con Cocles.

Según Polibio, Horacio Cocles cayó al río junto con el puente y allí mismo murió con el honor intacto y habiendo salvado a la ciudad. Otros como Tito Livio, aseguran que sobrevivió lanzándose al río y nadando hasta la orilla, siendo recompensando con toda la tierra que fuese capaz de arar en un día entero.

Fuese cual fuese su destino podemos estar seguros de algo: Horacio Cocles cumplió su objetivo. Trascendió a algo mayor. Su legado fue nada más y nada menos que la propia Roma. Piensa en aquello que más quieres y concentra todas fuerzas en ello.

El escritor británico Thomas Macaulay lo expresó de la siguiente forma: ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?

Horacio Cocles es la viva imagen de lo que un espíritu indomable puede conseguir. Las excusas solo son mentiras que improvisamos para no hacer frente a las adversidades de nuestras vidas. Las verdaderas recompensas están en lo difícil.

Nadie como el general Máximo Décimo Meridio en la película Gladiator lo expresa mejor que en la siguiente máxima: "Lo que hacemos en la vida, tiene su eco en la eternidad".

Por Víctor Borgia para la Senda Übermensch.

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